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Jeremías la odiaba. La odiaba porque no había podido someterla a sus caprichos y vejaciones. La odiaba porque era bella, inteligente y sobre todo porque seguía viviendo tan campante a pesar de todos sus esfuerzos por destruirla.

Pero esta vez no podría escapar de él…

Para eso se había mudado cerca de ella. Había comprado una cabañita en el bosque vecino al pueblo y había estudiado durante meses todas sus idas y venidas.

Sabía por dónde pasaba cada mañana y porque camino volvía cada tarde. Solo era cuestión de esperarla y ¡Zaz!, abrir las trampas que había dispuesto solo para ella. Pero debía estar atento. Esperarla en el sitio correcto y a la hora correcta. Por eso en los últimos días ya casi ni comía ni dormía esperándola; revisando de nuevo sus trampas, acechándola por los rincones, espiando el movimiento del bosque, tratando de sentirla venir por alguna parte. Pero nada.

Pareciera que se la había tragado la tierra, estaría acaso enferma o peor aún, muerta y entonces ya no podría gozar del espectáculo de su agonía.

Con ese temor en mente llamó a un conocido suyo en el pueblo y le pidió información sobre ella, pero este le informó que la susodicha estaba vivita y coleando, paseándose alegremente por el pueblo.

Entonces, “¿por qué no pasaba por el bosque para ir a trabajar?”, se preguntaba una y mil veces Jeremías. “¿Acaso estaría de vacaciones?”

Miles de conjeturas seguían dándole vueltas en la cabeza hasta enloquecerlo. Así pasó el tiempo y ya hacían varios días que no pisaba la cabaña y ya casi parecía un pordiosero; con la ropa sucia y sudorosa y hasta las tripas empezaron a chillarle de hambre. Fue entonces que decidió tomarse un descanso.

Para esto dejó las trampas dispuestas por si pasaba la maldita mujer en su ausencia. Así fue como se puso en marcha y caminó, casi se arrastró hacia su refugio y cuando al fin llegó, estaba ya al límite de sus fuerzas.

El corazón le latía aceleradamente y un punzante dolor en el pecho lo torturaba. Con dificultad se sirvió un vaso de agua y entonces recordó que con tanto ajetreo había olvidado tomar sus pastillas para el corazón.

Desesperado las buscó en sus bolsillos y al ver que no las tenía revisó toda la casa, hasta agotar lo poco de fuerzas que le quedaba, pero nada.

Seguro las había perdido en el bosque -pensó- antes de caer de bruces en el piso. Tan ocupado como estaba con su venganza se había olvidado de sí y peor aún de su precaria salud.

Y así fue como en medio de sus vómitos y espasmos vio como la muerte venía risueña a llevárselo.

Al día siguiente alguien dio la voz que el caminó que pasaba por el bosque estaba lleno de trampas y las autoridades limpiaron el lugar.

En cuanto a nuestro fatídico personaje quedó olvidado y enterrado para siempre en medio del bosque.