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Un señor, alto, calvo y robusto, como de unos 45 años iba viajando por una oscura y sola carretera a media noche en su camión de carga. Iba escuchando su música favorita mientras manejaba, cuando de repente visualizó a lo lejos un hombre pidiendo un aventón con el pulgar levantado.

El señor vaciló un poco en si ayudar o no a aquel transeúnte cuando de repente notó que de los arbustos salían tres hombres más.

Asustado, porque tal vez esas personas podrían hacerle daño, robarlo o incluso matarlo, el conductor aceleró y dejó atrás a aquellos cuatro hombres en medio de chillidos y gritos.

El señor siguió su camino cuando de repente un rugido de estómago le recordó que no había comido nada desde temprano y decidió detenerse en la estación de servicio más cercana para recargar combustible y comer algo. Continúa su camino dos kilómetros por la carretera fría y espesa, sintiendo como si alguien lo estuviese acompañado; volteó a la derecha: nadie, volteó a la izquierda: nadie, volteó hacia atrás: nadie.

De repente vio a lo lejos unas luces amarillas y blancas que indicaron que estaba por llegar a la gasolinera de turno.

Siguió el camino mosqueado por ese raro sentir y cuando finalmente llegó, el hombre encargado de operar las máquinas de la estación de servicio quedó petrificado, lo miró con los ojos vidriosos y el conductor asustado por la situación que había pasado y lo que ya venía sintiendo, detuvo el camión, se bajó y le preguntó qué sucedió al hombre de guardia; este, sin moverse, levantó la mano y señaló hacia la manija de la puerta del copiloto.

Lo que ahí había era algo escalofriante y aterrador: 4 dedos humanos ensangrentados yacían fríos e inmóviles agarrados a la manija, como si quisieran abrir la puerta para subirse al camión.