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Érase una vez un hombre de traje, que todos los días, a la misma hora, pasaba por el bar del pueblo para tomarse un trago de whisky y quedarse ahí por horas, mirando a su alrededor.

El hombre tenía unos meses haciendo esta rutina y todos los lugareños decían no conocerlo, pero la verdad, es que su aspecto era intimidante, por lo que nadie se atrevía a preguntarle algo que lo fuera a incomodar. Y es que aquel hombre, solo con su forma de expresarse y verse, podía intimidar a todos los que se solía encontrar.

Un día, como de costumbre, entró al lugar y al querer ocupar su asiento, se percató de que alguien más lo ocupaba. Se acercó por la espalda y disposo a tocar el hombro de la persona, quien al voltearse, dejó ver que se trataba de otro visitante quien, como él, no pertenecía a ese lugar.

Sin mediar palabra, decidió ocupar otro sitio. Todos presenciaron el hecho sin entender nada, hasta que de nuevo se acercó para socializar.

Todos estaban expectantes y se vieron sorprendidos al mirar que de repente los dos hombres se abrazaron, dando a entender que se conocían y apreciaban. Lo más loco de todo, es que después cada uno se fue del lugar sin decir palabra.

La única moraleja que se puede sacar de esto, es que no debes pretender que conoces a alguien cuando solo has visto quien es en el exterior. Los tesoros son como los abrazos, no se le dan a cualquiera, aunque a veces estos pueden hacer la diferencia.