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Una nublada mañana, Juan recorría la sierra por los lugares que él aún no conocía de ésta, encontrando una casa sola y abandonada en su camino. Por simple curiosidad, entró en ella y vio que la casa estaba completamente vacía, por lo que decidió salir y seguir su camino.

Al tratar de hacerlo creyó escuchar un leve murmullo que lo detuvo. Desconcertado y algo asustado, pensó que se trataba de un ánima en pena que requería su ayuda, tal como en las historias que su abuela le contaba cuando era niño.

Así, no perdió el tiempo y entró de nuevo a la casa, dirigiéndose al lugar donde había escuchado el murmullo. Como no había nada se puso a cavar. Mientras lo hacía, en el cielo comenzaron a aparecer nubes negras que dejaron la casa en penumbras, haciendo que el ambiente se sintiera cada vez más frío.

Después de varios minutos, por fin encontró lo que estaba enterrado. Era un viejo ataúd de madera carcomida.

Sin pensarlo dos veces, Juan abrió el ataúd, aterrorizándose al hacerlo; pues en el interior de este, yacía el cadáver de una anciana que aparentaba haber muerto recientemente, es decir, no tenía ningún rastro de descomposición, a pesar de que forzosamente debería de tener mucho tiempo allí enterrada.

Sin salir de su asombro, observó que la anciana tenía las dos manos atadas con un rosario de abalorios negros.

Al ver esto, decidió retirar el rosario de ahí y colocarlo alrededor del cuello de la mujer, que vestía de forma muy similar al de las usadas por las mujeres de su pueblo.

En el momento en el que Juan terminó de quitar el rosario de las manos de la anciana, un fuerte y gélido viento entró por la puerta y las ventanas de la casa, arrojando a Juan en contra de una de las paredes y haciéndolo perder el conocimiento.

Luego de un rato, logró ponerse de pie y se preguntó qué era lo que le acababa de pasar.

Al ir y ver nuevamente el cadáver de la anciana, creyó haber encontrado la respuesta, pues esta se había levantado e ido mientras él seguía inconsciente.

Después de ese día no volvió a pronunciar palabra alguna por el miedo y la desesperación de no ser capaz de dejar de escuchar una y otra vez aquel murmullo que ya no le permitió dormir por las noches.

Cuando volvió a salir de la casa, recordó el murmullo y finalmente lo entendió, decía “libérame”.

Aquella vez, mientras se alejaba de la sierra, escuchó una espantosa risa alejándose del lugar. La misma que mucho tiempo después, en una noche de lluvia volvió a escuchar afuera de una de sus ventanas.