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Era de noche en El Mayab, cuando la xkokolché tocó a la puerta de una casa muy rica; ese día había volado de un lugar a otro para pedir trabajo, pero nadie quería dárselo.

Uno de los criados principales salió a atender su llamado, y al ver el plumaje opaco y cenizo de la xkokolché, estuvo a punto de decirle que se fuera, cuando recordó que necesitaba una sirvienta para las tareas que nadie aceptaba hacer, así que la contrató.

A partir de entonces, la xkokolché trabajó escondida en la cocina, porque le dijeron que si un día la hija de los dueños se encontraba con ella, la correría por fea. Esa hija era la chacdzidzib, o cardenal, una pájara muy consentida, quien estaba tan orgullosa de su bello plumaje rojo y del copete que adornaba su frente, que se creía merecedora de todas las atenciones.

La xkokolché vivía triste y solitaria, pues nadie se acercaba a platicar con ella. Así pasó el tiempo, hasta que un día, la chacdzidzib tuvo un capricho: se le ocurrió aprender a cantar. De inmediato, sus padres contrataron al pájaro clarín, que era el mejor maestro de canto.

El clarín empezó a dar sus clases; llegaba por la tarde y pasaba horas tratando que su alumna aprendiera a cantar, pero era inútil. La chacdzidzib era una estudiante muy floja, le aburría practicar y se distraía en las clases.

Y aunque el clarín no lo sabía, tenía otra alumna dedicada y estudiosa: la xkokolché, que escondida en la cocina, cada clase estaba atenta a las explicaciones del maestro y después repetía la lección, de esa forma olvidaba su soledad.

Muy pronto la xkokolché llegó a cantar aún más bonito que el clarín, a diferencia de la presumida chacdzidzib, cuya voz era ronca y desafinada. El maestro se cansó de tratar de enseñarle a una alumna tan mala, así que renunció a darle clase.

A la chacdzidzib eso no le importó mucho, pues se entretuvo con otro capricho, pero a la xkokolché se le acabó su único entretenimiento. Para consolarse, inventaba una canción todas las noches. Nadie sabía de dónde venía ese canto, pero al oírlo, todos los animales se quedaban en silencio y escuchaban.

A quien más le gustaba esa canción era al cenzontle. Ya había buscado por todas partes al ave de la bella voz, hasta que una noche fue invitado a cenar a casa de la chacdzidzib. A la mitad de la cena, oyó la voz que tan bien conocía, entonces se levantó de la mesa y entró a las habitaciones, con la esperanza de encontrar a la cantante.

Así, llegó a la cocina y vio a la xkokolché cantando. El cenzontle no quiso interrumpirla y se fue sin hacer ruido, pero regresó cada noche a escucharla.

El cenzontle se dio cuenta de la soledad en que vivía la xkokolché y conmovido, una madrugada entró a la cocina y se la robó. Al día siguiente la presentó con los animales y les dijo que ella era el ave del hermoso canto que se oía en las noches; como la recibieron con cariño, la xkokolché cantó aún mejor.

Desde entonces, su canto logra que los pájaros se sientan tristes y felices al mismo tiempo, por eso todos la admiran. Bueno, casi todos, porque la chacdzidzib no disfruta al escuchar a su antigua sirvienta, ya que le recuerda que aunque ella es muy bonita, no puede cantar igual.